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UNA CENA MEMORABLE
(Una narración basada en Juan 13: 1-20)

Cuando no podemos comprender lo que Dios hace en nuestras vidas, con el tiempo, llegaremos a entender.

7 Jesús le respondió: «Ahora tú no comprendes lo que Yo hago, pero lo entenderás después». — Juan 13:7 (NBLA)

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Daniel E. Seo, Th. M., MABC  |  26 de mayo 2022

Mientras los bocados de pan se ablandaban en mi boca, mi corazón se llenó de preocupación y ansiedad debido a lo que estaba por suceder. La incertidumbre consumía mi corazón, vaciando la posibilidad de ver el futuro y dejándome incapaz de controlar mis emociones. Mientras hablaba, apenas podía mirar y fijar mis ojos en Él, quien repetidamente había proclamado Su partida (Juan 7:33; 14:28; 17:11). ¿Cómo pudieron Sus palabras tan rápidamente rondar mi alma, que en un momento fluyeron a través de los torrentes sanguíneos de mi alma, dándome vida desde el momento que Él me llamó?

Durante tres años, había mirado fijamente y con confianza a los ojos de este hombre que llenó mi alma con un amor puro que había sido derramado tan firmemente como el de un mejor amigo. Con palabras tan persistentes como es el río, había hablado tan suavemente que había superado toda sabiduría y todos los secretos de la humanidad. Allí estuve yo, sentado al lado del Hijo de Dios, Jesús, cuyas palabras, aunque dadas gratuitamente, implicarían un costo alto si las llegáramos a tomar a la ligera. Todos nosotros, los discípulos habíamos sido cautivados por Su afecto que fácilmente moraría en los asientos de nuestros corazones, haciéndonos sujetos de un amor puro y divino.

En un momento, la comunión celestial se rompió cuando Él se puso de pie. Todos nuestros ojos fijos en Sus movimientos, estaban constantemente viendo lo inesperado. En silencio, caminó hacia la esquina y se quitó Su manto. Se envolvió una toalla alrededor de la cintura, recogió una vasija, y caminó de vuelta a nosotros (Juan 13:4). La confusión resonó en la habitación cuando la perfección de Su carácter se interrumpió con una postura inconcebible. Jesús, se inclinó lentamente, apoyando Sus rodillas en el suelo una a la vez. No había palabras que hubiesen podido expresar la absoluta estupefacción que sentí al ver Su superioridad desmantelada por esta postura degradante que adoptó.

Postrado ante mí, procedió a llevar el agua en la vasija. El agua que una vez se había convertido en vino (Juan 2:1-11), que metafóricamente había descrito como viva (Juan 7:37-49) y que Él mismo había creado con Sus propias manos ahora fluía sin prisa entre Sus dedos. La curiosidad se reflejaba en los ojos de cada discípulo, quienes no sabíamos lo que iba a suceder hasta que Él sostuvo el agua cristalina en la palma de Sus manos y lentamente la derramó sobre mis pies. El goteo de agua pura derramada sobre mis pies se sintió gentil y puro, reflejando Su carácter divino. Procedió a lavar y quitar lo que era sucio y contaminado, así como el agua constante que desgasta la insensibilidad de una piedra. En ese momento, mi corazón probó la riqueza y la dulzura del supremo acto de humildad de Jesús al lavarme los pies. Sin embargo, las nubes de duda todavía no fueron disipadas mientras mi corazón se ahogaba profundamente porque no entendía lo que estaba haciendo. Pero pude aferrarme a lo que provino de Sus labios: «Ahora tú no comprendes lo que Yo hago, pero lo entenderás después» (Juan 13:7).

***


No había nada atractivo en este lado de la cruz. Vi a Jesús cargando un tormento físico y emocional (Salmo 22:14-15). Lo vi en Su estado más débil cuando sangre fresca mezclada con lágrimas corría por Su rostro mientras Sus músculos y rasgos esqueléticos estaban en plena exhibición (Salmo 22:17). Lo escuché clamar con agonía espiritual (Mateo 27:46) mientras jadeaba por aire que apenas llenaba Sus pulmones al estar colgado en la cruz con los clavos que habían penetrado las fibras musculares de Sus manos y pies. Al mismo tiempo penetraban mis oídos los sonidos de aquellos que se burlaban de Él y lo despreciaban (Salmo 22:6-8), en medio de los pocos que expresaban llantos de dolor al verlo sufrir (Juan 19:25). Cuando Él declaró, “¡Consumado es! (Juan 19:30)”, todo parecía haber terminado, hasta los cielos habían comenzado a cubrir, invadir y triunfar sobre cada luz de esperanza (Lucas 23:44). Sin embargo, debería haber sabido que nada terminaría mal cuando se trata de Jesús, aunque se tratara de la muerte. Como siempre, era cuestión de mirar en la dirección correcta cuando la gloria decaía, porque Dios ya había plantado más semillas de esperanza.

La esperanza de las semillas brotó cuando Él resucitó y ascendió con Su lino fino, sin tacha y mancha. Nos había prometido Su regreso, pero más aún, había prometido algo mucho más significativo lo cual todavía recuerdo. La memoria en mi corazón sobre la última cena con el Señor nunca se había desvanecido. De la misma manera que Él derramó agua sobre mis pies, Sus palabras («Ahora tú no comprendes lo que Yo hago, pero lo entenderás después» Juan 13:7), se convirtieron en una fuente de verdad ardiente que se derramó sobre mi corazón. Estas palabras habían penetrado mi corazón desde el momento que nos miró y las pronunció, que con el tiempo se convirtieron en un agujero ardiente que me recordó fuertemente lo que Él había hecho en la cruz.

Cuando Jesús lavó las impurezas de mis pies y los secó, entendí cómo Él, horas después, perdonó mis pecados y me purificó para que mi corazón frágil jamás llegara a la sequedad. Ahora entiendo que no fue el poder de este universo lo que dejó a Jesús colgado en la cruz, sino que fue Su amor divino y puro por mí lo que lo llevó a permanecer en la cruz. Viviré para recordar y confiar en todas Sus palabras en medio de la persecución y la muerte, porque en ellas, se encuentra la puerta escondida a la eternidad.

Copyright © 2022 por Daniel E. Seo. 

A menos que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas han sido tomadas de la versión LA BIBLIA DE LAS AMERICAS® (LBLA), Copyright © 1986, 1995, 1997 por The Lockman Foundation usado con permiso. www.lbla.com.

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